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Juan Carlos Dávalos

LA SALAMANCA

Arreando ganado, camino de Chile,

tres cargas perdimos en un cañadón.

En unas aguadas, al cerrar la noche,

fuimos a toparlas, yo con otro peón.

 

Lejos, a trasmano, quedaba la tropa,

la noche era oscura, pesado el tirón.

De cama, a la espera que brille la luna,

en lo seco echamos apero y jergón.

Calculo sería más de media noche,

cuando nos despierta singular rumor:

cantar de mujeres y tun tún de cajas,

que el viento traía con distinto son.

 

- Sin duda de fiesta - dije - en estos pagos

andará gente, pues sábado es hoy.

¿Qué tal que vayamos a buscar el baile?

Dijo el compañero: - Güeno, vámonos.

Maneamos las mulas y a pie nos largamos,

ya oíamos cerca sonar el rumor.

En una quebrada, doblando un recodo,

un rancho a la vista se nos presentó.

 

Ni perro, ni luces, ni fuego en el rancho...

cada vez más cerca se oía el rumor,

agora de gritos y de carcajadas,

y de juramentos y de confusión.

 

Al filo de un cerro pareció la luna,

patente, un guanaco sobre ella pasó;

calcado en el cielo bajó por el filo,

y agudo relincho los aires llenó.

 

Mal agüero es éste - dijo el compañero -

que toda esa bulla se me hace ilusión.

Recemos un credo, que aquí es Salamanca,

y de ella nos libre por siempre el Señor.

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