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CHOROLKE

Chorolke bajaba de las cumbres cuatro veces al año.

 

Se entretenía en Cóndor-Huasi un par de días. El caserío, compuesto por catorce ranchos de adobe, se apretaba como para comunicarse calor.

 

Al almacén, único lugar de reunión de los vecinos, llegaba Chorolke, llenaba sus alforjas de lo que precisaba y se daba a beber vino.

 

Allá, en la soledad del puesto de ovejería, sólo bebía alcohol, pero muy sobriamente. Por lo general, lo reservaba para el tiempo de las grandes nevadas.

En el boliche se desquitaba. Bebía sin control y al segundo día de estar en Cóndor-Huasi, resolvía el regreso.

 

Pagaba siempre con pepitas de oro, que sacaba de su chuspa, una por una, con gran prudencia.

El bolichero y algunos kollas del caserío, se preguntaban: "¿En qué parte de la cordillera juntará Chorolke el oro...?"

 

El indio no hablaba de eso. Cuando alguno se atrevía a preguntarle, él contestaba:

 

-Me las trajo el viento...

 

Y se iba, andando sobre sus piernas fuertes, cordillera arriba.

 

Una tarde llegó un gringo al que le decían el Ingeniero. Conversó con el dueño del almacén, mostrándole papeles y recabando datos.

 

Bajó esa vez Chorolke a comprar sus cosas. Bebió buen vino, que pagó el ingeniero. Cantó el indio su copla, deshilvanando versos de soledad con la lentitud del que se emborracha fácil por no haber comido.

 

Hablaron; hablaron. El gringo dijo de un río cerca de La Rinconada donde él sacara una vez arenita dorada. Chorolke, contento y borracho, nombró "su" río y nombró también cierta quebrada arribeña.

 

Dos días después el indio volvió a sus cumbres.

 

Sobre cuatro mil metros, se levantan ranchos de piedra, amplios, donde funciona la administración, depósito y personal de vigilancia de la Mina del Milagro. Hay grandes extensiones con pircas y alambradas y la custodia rigurosa.

 

El ingeniero de la Compañía minera es un gringo andariego, de sonrisa y canto fácil, gran bebedor. Pero con los kollas es duro, implacable.

 

En toda esa extensión hay también grandes azufreras y una veta de estaño de buena ley apareció hace poco.

 

Chorolke ha bajado de las cumbres definitivamente.

 

Vive ahora en el último rancho de Cóndor-Huasi y trabaja de peón en el potrero donde se hacen los adobes.

 

Pero esta tarea dura poquito tiempo porque nadie edifica allí.

 

Se remienda uno que otro rancho, de vez en cuando, nada más.

 

Chorolke está viejo. A veces, no tiene coca. Y los kollas saben bien cómo duele esto de no tener esas hojas, sin las cuales un hombre no camina ni aguanta hambre y sed en esos pagos.

 

Chorolke se va muriendo de puro callado. No quiere hablar con nadie. Huye de los blancos y desconfía de los poblanos.

 

Mira, sí, por las mañanas, cuando amanece limpio el día, hacia las cumbres altas. Más allá de su rencor, hay una pena muy grande: la del trasplantado.

 

Como no tiene noticia alguna de lo que es el llanto, sus ojos siguen, oscuros y firmes, mirando la senda que trepa el Cerro de las Vicuñas.

 

Claro está que conociendo estas cosas ocurridas, no es difícil penetrar en el silencio de Chorolke.

de Atahualpa Yupanqui

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